sábado, 27 de noviembre de 2010

Campesinos, Anton Chejov (segunda parte)

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- II -

     Olga se fue a la iglesia, acompañada de María. Caminaban alegres por la senda que conducía al prado. Olga respiraba con delicia el aire campesino, y María adivinaba en su cuñada un alma propincua, familiar. Un buitre volaba sobre el prado casi a ras de tierra.
     El río aún yacía en la sombra, la niebla envolvía gran parte del paisaje; pero el sol naciente iluminaba lo alto de la montaña, y la iglesia brillaba.
     -El viejo no es malo -contaba María-; pero la vieja tiene un genio endiablado y siempre está gruñendo. Cuando se acaba el pan y compramos harina en el mesón, dice que comemos demasiado.
     -¿Qué se le va a hacer, hija? Hay que tener paciencia. Nuestro Señor dijo: «Venid a mí cuantos sufrís»...
     Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio en alta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas conmovíanla hasta hacerla llorar. Había vocablos, como, por ejemplo, Virgen santísima, que pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni a las gentes sencillas ni a los alemanes ni a los bohemios ni a los judíos, y que era pecado incluso maltratar a las bestias; creía que así estaba escrito en los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce emoción.
     -¿De dónde eres? -preguntó María.
     -Soy de Wladimir. No me llevaron a Moscú hasta los ocho años.
     Se acercaron al río. En la ribera opuesta una mujer se desnudaba junto al agua.
     -Es Fekla -dijo María-. Ha ido a ver a los trabajadores de la finca de la otra orilla. ¡Es terrible!
     Fekla, morena los cabellos sueltos, fresca y robusta como una muchacha, se lanzó al agua, cuya superficie empezó a azotar con los pies levantando un blanco hervor de espumas.
     -¡Es terrible! -repitió María.
     Por debajo de unas no muy sólidas tablas, colocadas a través del río, nadaban en el agua pura y transparente numerosos mujeres. El rocío brillaba en los verdes matorrales reflejados en la corriente. ¡Qué espléndida mañana! ¡Qué feliz seríase en el mundo si no existiera la miseria, terrible, implacable, de la que no había manera de hurtarse! Una simple mirada atrás evocaba todo lo ocurrido la víspera, y el encanto de bienandanza flotante alrededor desaparecía como por ensalmo.
     Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta, sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no empezaba basta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.
     Cuando el sacerdote comenzaba a leer el Evangelio se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero. Su aparición impresionó, agradablemente a Olga, que se dio cuenta al punto de su condición comme il faut, María los miraba de reojo, con gesto sombrío, como si fueran monstruos capaces de aplastarla si no se apartaba.
     Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole oír gritar: «¡Maaaría!»

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