Este general es un joven indígena chamula, que se burla de los educados y bien entrenados generales de Porfirio Díaz. Libera a los indios perseguidos y esclavizados y dirige una muchedumbre de hombres, mujeres y niños. Los rebeldes salen de la selva hacia las ciudades.
BREVE INTERPRETACIÓN DE ADÁN CABRAL SANGUINO DE LA NOVELA
DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
La mayor parte de lo que actualmente se conoce como producción novelística de la Revolución Mexicana no se produjo durante el conflicto mismo, sino una década o más después de las batallas culminantes. Tuvo sus antecedentes en algunas obras aparecidas a fines del siglo XIX y a principios del XX. Obras como La bola (1887), de Emilio Rabasa; Tomóchic (1892), de Heriberto Frías; La parcela (1898), de José López-Portillo y Rojas, y una pieza de teatro de Federico Gamboa, La venganza de la gleba (1905), son ejemplos de ello.
Con la excepción de Los de abajo (1915) de Mariano Azuela, ninguna de las escasas novelas escritas durante la época bélica han pasado a formar parte del canon central de la narrativa de este periodo histórico. Aun otra novela de Azuela, Andrés Pérez, maderista (1911), se suele excluir, clasificándola de precursora. Recordemos que Antonio Castro Leal (1960) define la novela de este ciclo como el conjunto de narraciones, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución.
Desde diferentes perspectivas, los escritores de dicha época abordaron el desencanto por los ideales traicionados, las consecuencias posrevolucionarias y el fustigamiento de la burguesía, que fue la principal beneficiaria. Trazaron una línea, nunca interrumpida, que rematarían los novelistas actuales (Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, 1962; Pedro Ángel Palou, Pobre patria mía, 2010) y que traería una transgresión de los esquemas tradicionales del narrar.
Los representantes más sobresalientes de este ciclo literario fueron Mariano Azuela, con Los de abajo (1916); Martín Luis Guzmán, con El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1930); Agustín Vera, con La revancha (1930); Rafael F. Muñoz, con ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931); la amplia obra de Mauricio Magdaleno (1906-1986); Gregorio López y Fuentes, con su celebrada novela El indio (1935); la narrativa poco estudiada de Martín Gómez Palacio (1893-1970) y José Rubén Romero, con Apuntes de un lugareño (1932) y Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936).
Cabe mencionar que la crítica lamenta desde hace tiempo la falta de una novela que abarque la totalidad de la Revolución Mexicana porque considera que todas se enfocan o regionalmente o sobre uno u otro bando revolucionario. Sin embargo, la crítica misma tampoco ha logrado producir una visión capaz de hacer una unidad de la producción literaria de dicha etapa. Los estudios más consultados suelen dividir y encapsular esa producción de algún modo para tratar con facilidad unidades más sencillas. El resultado ha sido que una buena parte de los estudios cabe dentro de una categoría de Guía de narradores de la Revolución Mexicana, como se tituló el pequeño tomo de Max Aub. Al fin de cuentas, aunque parezcan más unitarios, muchos de los ensayos sobre el tema resultan ser una simple enumeración de obras y autores.
Otros autores relevantes que contemplan José Luis Martínez y Christopher Domínguez Michael (1995) son Francisco L. Urquizo (1891-1969), Jorge Ferretis (1902-1962), Cipriano Campos Alatorre (1906-1939), Bernardino Mena Brito (1887-1979), Gerardo Murillo (1875-1964), Francisco Rojas González (1904-1951) y Nellie Campobello (1900-1986).
En cuanto al contexto socio-político de la novela de la Revolución Mexicana, debemos recordar la época pos-revolucionaria en la cual los nuevos mandatarios trataban de convertir los ideales y las promesas de la lucha armada en hechos concretos que promovieran la autoglorificación del nuevo gobierno -para hacer palpable la diferencia entre el porfiriato y el México nuevo- a través de nuevos proyectos artísticos que respaldaran su imagen populista. Sólo se pedía que los artistas no atacaran al mismo gobierno que les brindaba el apoyo. Bajo el impulso de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, los muralistas, primordialmente Diego Rivera y José Clemente Orozco, comenzaron a cumplir bien con el encargo oficial ya durante la presidencia de Álvaro Obregón a principios de la década de 1920.
Sin embargo, los literatos no habían respondido del mismo modo a la iniciativa oficial, tal vez, debido a la orientación literaria clasicista del mismo Vasconcelos que promovió una escritura didáctica y culta.
Al iniciarse la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928), el nuevo titular de la SEP, José Manuel Puig Casauranc declaró un cambio: los callistas apoyarían a escritores que enfocaran la realidad social y popular; es decir, se había decidido promover lo nacional y propio en la literatura a costa de lo personal y extranjero, visiones populistas del país como era en vez de como debiera ser según modelos exteriores (Rutherford, 1971). Desde la perspectiva del gobierno, la meta era la producción de una literatura que sirviera a sus fines propagandísticos, tal y como los murales se prestaban a la retórica oficial. No obstante, no siempre pudieron los gobernantes controlar a los literatos, como bien lo demuestra el caso de Martín Luis Guzmán, que escribió sus dos novelas más famosas desde Europa, donde vivía en el exilio provocado por ese mismo gobierno. Su producción novelística no encontró el agrado del gobierno, sino exactamente lo opuesto, la supresión.
No obstante, a pesar del tono pesimista de las novelas que aparecieron entre 1926 y 1940, por lo general, no criticaban franca o directamente a los triunfadores de la Revolución. Y aun cuando se podrían leer las novelas como ataques a ciertos jefes de la fase militar, hay que tomar en cuenta que la mayoría de ellas se publicó durante la transición entre la década de los grandes caudillos (1920-1930) y la primera década del dominio del Partido Nacional Revolucionario, fundado el 6 de marzo de 1929 por Calles (que en 1938 cambiaría por el de Partido de la Revolución Mexicana, y en 1946 por el de Partido Revolucionario Institucional); o sea, cualquier crítica negativa podía interpretarse, aun entonces, como una justa evaluación de los jefes corruptos del pasado reciente -muchos de ellos ya fallecidos- y no del grupo específico en el poder durante los años en que aparecían las novelas. Además, como lo demuestra Juan Bruce-Novoa (2002), el mensaje de las novelas más significativas, al fin de cuentas y a pesar de cualquier crítica de la Revolución que pretendieron ofrecer, fundamentalmente, apoyaba la posición centralista y aun totalitaria del gobierno nacional.
En suma, la cosmovisión de la novela de la Revolución fue pesimista y tan despolitizante como la porfirista, aunque ya dentro de un contexto menos seguro y mucho más impúdico. Sin embargo, al promulgar la despolitización, resultan ser anti-revolucionarias y contradicen el compromiso que tiene todo escritor con la sociedad de su época.
FUENTES DE CONSULTA:
BRUCE-NOVOA, Juan (2002). La novela de la Revolución Mexicana: la topología del final, University of California-Irvine.
CASTRO LEAL, Antonio (1960). La novela de la Revolución Mexicana, Aguilar, España.
MARTÍNEZ, José Luis y DOMÍNGUEZ MICHAEL, Christopher (1995). La literatura mexicana del siglo XX, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México.
RUTHERFORD, John (1971). Mexican Society During the Revolution. London: Oxford University Press.
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