domingo, 14 de noviembre de 2010

Santitos, santones y santos varones

Santitos, santones y santos varones
Jaculatoria dedicada a don Salvador Gómez y su prole
Virgencita de Guadalupe, que sea pachocha lo que me ocupe. Televisa y TV Azteca son ejemplos de voracidad. Han desarrollado estrategias de medios que cumplen básicamente con dos funciones: hincharle la faltriquera de dinero a sus dueños –santo Niño de Atocha, sea más rico yo que la melcocha– y establecer con el poder político no una relación de crítica a través del ejercicio mordicante del periodismo con alcances masivos, sino del panegírico vil –san Agustín, que me llenen el maletín– de cortesanía, de vocería de facto que arrope al régimen en turno: santa Ifigenia, que viva la oligofrenia. Los casos en que las televisoras aplican presión al quehacer legislativo en los últimos años hacen evidente el cobro de facturas que los empresarios han estado haciendo al poder –san Anatolio, cuídanos el monopolio– a cambio de sus favores en control de daños, limpieza de imagen y compicheo electorero. Arcángel Gabriel, que no se raje Nextel; inmaculada Concepción, que nos suelten la licitación. Aunque alguna cordura ha prevalecido y han sufrido reveses jurídicos que, si no logran revertir del todo la tendencia a dejar en manos de las televisoras buena parte del mecanismo político –san Juan Dieguito, que nos sigan el jueguito–, sí ha permitido sentar jurisprudencia que de algo sirva en el futuro para contener la ambición sin límites del corporativismo de los medios. San Cirilo, que robemos con sigilo, san Abelardo, que la Suprema Corte sea puro petardo y san Nemesio, quítale al ministro Aguirre lo necio.
Santísima Muerte, que no nos cambie la suerte. La televisión es una industria que genera billones de dólares anuales a sus propietarios. Santa Susana, báñame en cueros de rana..., santa Asunción, que nos rinda la inversión. En ello empodera una enorme capacidad de prevaricación que da lugar a corruptelas y abusos –san Ruperto, las demandas al archivo muerto– como los que, ante la posibilidad de que el negocio de fibra negra óptica se convirtiera en servicio social más que en negocio, desembocaron en un ataque directo al movimiento obrero por medio de una lamentable campaña de desprestigio contra el Sindicato Mexicano de Electricistas, aprovechando concurso y omisión, además, de no pocos periodistas. Santa Columba, haz del periodismo tumba. Allí la lamentable actuación de secretarios de Estado y autoridades del ramo que parecerían pagadas no por el erario público sino por los servicios prestados al duopolio, aunque se trate, las más de las veces, de rapacerías burdas, procaces, jurídicamente endebles. San Idelfonso, quítale a Juanito lo zonzo. San Apolinar, cuida al gordo Molinar. San Esteban, lo de la fibra que no nos lo muevan. San Urbano, que siga el sangrón de Lozano. Santa Esperanza, que nos blinden la transa.

San Moisés, que no lo digan como es. Puesto que el atropello de las licitaciones amañadas exhibe uno más de los vacíos del poder –san Tarcisio, que siga el chaparro en el vicio–, no son pocas las voces opositoras –santa Begoña, que ya se calle Noroña–, y hasta de miembros del partido en el poder –san Efrén, que Corral le pare a su tren– que se alzan para tratar de contener lo que en la práctica es un descarado robo de bienes nacionales –san Ramón Nonato, que nos lo dejen barato– en tanto el espectro radioeléctrico es de todos y no de unos cuantos. Cosa que la derecha que desgobierna no acaba de entender: que el interés privado no puede arramblar el interés público. San Antero, líbranos del justo rasero.
Entretanto se juega el país su futuro en materia de telecomunicaciones como bien común, las televisoras se encargan de nutrir al público con programación chatarrasanta Prudencia, embótame la conciencia–, y echa mano, cosa que le gana el ánimo de los fácticos poderes del clero, de ese fanatismo religioso que profesan vastas mayorías televidentes. Abundan las apariciones de curas y monjas en telenovelas y hasta en programas presuntamente humorísticos, o saltan a cuadro en programas “de opinión” y hay series dedicadas a santos milagreros y su benevolencia con un pueblo que, de ser verdadero favorito de fantasmones, no sumaría millones en la ignorancia, la pobreza extrema, la delincuencia o la escasez de oportunidades de educación y empleo dignos, como en Cada quien su santo o La rosa de Guadalupe, precisamente cuando deseable sería un colectivo despertar de la conciencia, un darnos cuenta de lo que pasa y un sonoro reclamo por tanta descarada, mal disimulada –santa Urraca, líbranos de tanta… bueno, no, ya nada– indecencia.

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