domingo, 7 de noviembre de 2010

Amin Maalouf: Le périple de Badsassare


Le périple de Badsassare
(fragmento)


Amin Maalouf


Cuaderno I
El centésimo nombre

Cuatro largos meses nos separan todavía del año de la Bestia, y ya la tenemos ahí. Su sombra vela nuestros pechos y las ventanas de nuestras casas.
A mi alrededor, la gente no habla de otra cosa. El año que se acerca, las señales precursoras, las predicciones... A veces me digo a mí mismo: ¡pues que venga!, ¡que vacíe por fin su alforja de prodigios y de calamidades! Entonces, me echo atrás, me acuerdo de todos aquellos otros años corrientes en los que cada día transcurría esperando las alegrías del atardecer. Y maldigo con todas mis fuerzas a los adoradores del apocalipsis.
¿Cómo empezó esta locura? ¿En qué alma germinó primero? ¿Bajo qué cielos? No podría decirlo con exactitud, y sin embargo, en cierto modo, lo sé. Allí donde me encontraba veía el miedo, el miedo monstruoso, nacer y crecer y difundirse; le veía insinuarse en las almas, incluso en las de mis allegados, incluso en la mía, le he visto golpear la razón, pisotearla, humillarla y después devorarla.
Vi alejarse los días felices.
Hasta entonces, yo había vivido en la serenidad. Yo prosperaba, con salud y con fortuna, un poquito cada año; no codiciaba nada que no estuviera al alcance de mi mano; los vecinos me adulaban más que me envidiaban.
Y, de repente, todo se precipita a mi alrededor.
Ese extraño libro que aparece y luego desaparece, por mi culpa...
La muerte del anciano Idriss, de la que nadie me acusa, es cierto... excepto yo mismo.
Y ese viaje que tengo que emprender el lunes, a pesar de mis reticencias. Un viaje del que hoy tengo la sensación de que no voy a regresar.
Así que trazo no sin aprensión las primeras líneas de este cuaderno nuevo. Todavía no sé de qué manera voy a dar cuenta de los acontecimientos que se han producido, ni de los que ya se anuncian. ¿Un simple relato de los hechos? ¿Un diario íntimo? ¿Un cuaderno de bitácora? ¿Un testamento?
Tal vez debería antes que nada hablar del que primero despertó en mí la angustia acerca del año de la Bestia. Se llamaba Evdokim. Un peregrino de Moscovia que llamó a mi puerta hace más o menos diecisiete años. ¿Por qué decir más o menos? Tengo la fecha exacta en mi registro mercantil. Era el vigésimo día de diciembre de 1648.
Siempre lo anoto todo, y en especial los detalles menores, esos que podría acabar por olvidar.
Antes de franquear mi puerta, el hombre hizo la señal de la cruz con dos dedos tensos y luego se inclinó para no golpearse con el arco de piedra. Llevaba una espesa capa negra y tenía manos de leñador, dedos espesos, una espesa barba rubia, pero también unos ojos minúsculos y una frente estrecha.
Iba camino de Tierra Santa, y llegó a mi casa por casualidad. Le habían dado la dirección en Constantinopla, diciéndole que era aquí, sólo aquí, donde tenía posibilidades de encontrar lo que buscaba.
-Querría hablar con el signor Tommaso.
-Era mi padre -respondí-. Falleció en julio.
-Que Dios le acoja en Su Reino.
-Y que Él acoja también a los santos muertos de la familia de vuestra merced.
Aquel intercambio de palabras tenía lugar en griego, nuestro único idioma común, aunque era manifiesto que ni él ni yo lo practicábamos normalmente. Un intercambio vacilante, inseguro, en razón del duelo, doloroso todavía para mí e inesperado para él; y también porque, al hablarle él a un «papista apóstata» y yo a un «cismático extraviado», intentábamos no pronunciar palabra alguna que pudiera lesionar las creencias del otro.
Tras un breve silencio por parte de ambos, continuó:
-Lamento mucho que el padre de vuestra merced nos haya abandonado.
Y mientras lo decía, paseaba su mirada por el establecimiento, como si intentara sondear en aquel batiburrillo de libros, pequeñas esculturas antiguas, cristalerías, jarrones pintados, halcones disecados y se preguntara -a sí mismo, aunque bien podría haberlo hecho en voz alta- si al no estar ya allí mi padre podía yo llegar a servirle de ayuda. Yo tenía entonces veintitrés años, pero mi cara, regordeta y afeitada, debía de tener aún reflejos infantiles.
Me enderecé, avanzando el mentón.
-Me llamo Baldassare, es a mí a quien le ha correspondido la herencia.
El visitante no mostró con ningún gesto que me hubiera oído. Seguía paseando la mirada por las mil maravillas que le rodeaban, con una mezcla de encantamiento y de angustia. De todos los establecimientos de curiosidades, el nuestro era desde hacía cien años el mejor surtido y el de mayor renombre de Oriente. Venían a vernos de todas partes, de Marsella, de Londres, de Colonia, de Ancona, también de Esmirna, de El Cairo y de Ispahan.
Después de mirarme de arriba abajo otra vez, el ruso debió de resignarse.
-Soy Evdokim Nicolaievich. Vengo de Vorónezh. Me han elogiado mucho esta casa.
Inmediatamente adopté un tono confidencial, que por entonces era mi manera de ser afable.
-Estamos en el negocio desde hace cuatro generaciones. Mi familia procede de Génova, pero está instalada en Levante desde hace mucho tiempo...
Asintió varias veces con la cabeza, lo que quería decir que no ignoraba nada de todo aquello. Y si le habían hablado de nosotros en Constantinopla, eso es lo primero que debieron de contarle. «Los últimos genoveses en esta parte del mundo...» Con algún que otro epíteto, algún gesto que sugiriera locura o una rareza extrema transmitida desde siempre de padre a hijo. Sonreí y me callé. Por su parte, él se volvió inmediatamente hacia la puerta y gritó un nombre y una orden. Acudió un servidor, un hombrecillo corpulento con hábito negro esponjado, con un gorro aplastado en la cabeza y los ojos en el suelo. Llevaba un cofrecillo cuya tapa levantó, y sacó de allí un libro que le tendió a su amo.
Pensé que tenía intención de vendérmelo, e inmediatamente me puse en guardia. En el comercio de curiosidades aprende uno muy pronto a desconfiar de esos personajes que llegan con aires de importancia, te declinan su genealogía y sus nobles amistades, distribuyen órdenes a derecha e izquierda y después de todo no quieren más que venderte
alguna venerable insignificancia. Única para ellos, y en consecuencia única para el mundo, eso desde luego. Si les proponéis un precio que no se corresponde con el que se les ha metido en la cabeza, se ofenden, y se consideran no sólo estafados, sino también insultados. Y acaban por alejarse profiriendo amenazas.
Pero mi visitante no iba a tardar en tranquilizarme: no había venido hasta mí para vender ni para regatear.
-Esta obra la acaban de imprimir en Moscú hace unos meses. Y todos los que saben leer la han leído ya.
Me señaló con el dedo el título en letras cirílicas, y se puso a recitar con fervor: «kniga o veré...», antes de darse cuenta de que era preciso traducirlo: «El Libro de la Fe una, verdadera y ortodoxa». Me miró con el rabillo del ojo para comprobar si tal formulación no me había revuelto mi sangre papista. Pero por dentro estaba yo como por fuera. Por fuera, la sonrisa amable del comerciante. Por dentro, la sonrisa socarrona del escéptico.
-Este libro anuncia que el apocalipsis está al llegar.
Me señaló una página, hacia el final.
-Aquí está escrito con todas las letras que el Anticristo aparecerá, de acuerdo con las Escrituras, en el año del papa de 1666.
Repitió aquella cifra cuatro o cinco veces, escamoteando cada vez un poco más el «mil» del comienzo. Después me observó, esperando mi reacción.
Como todo el mundo, yo había leído el Apocalipsis de Juan, y me detuve un momento en aquellas frases misteriosas del capítulo decimotercero: «Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666».
-Dice 666, no 1666 -sugerí con timidez.
-Hay que estar ciego para no ver una señal tan manifiesta.
Una señal. Cuántas veces no he oído esa palabra, y la de «presagio». Todo se convierte en señales o en presagios para quien está al acecho, dispuesto a maravillarse, dispuesto a interpretar, dispuesto a imaginar concordancias y relaciones. El mundo rebosa de estos escudriñadores de señales -¡cuántos no he conocido en mi tienda, desde los más cautivadores hasta los más siniestros!
El llamado Evdokim parecía irritado por mi pequeña tibieza, que a sus ojos ponía en evidencia tanto mi ignorancia como mi impiedad. Yo no quería ofenderle, de manera que tuve que forzarme a mí mismo para decir:
-Todo eso es, en verdad, extraño e inquietante...
O alguna frase por el estilo. Tranquilizado, el hombre continuó:
-Es por este libro por lo que he venido hasta aquí. Voy buscando textos que puedan iluminarme.
Ah, bueno, aquello era otra cosa. Sí, yo podía ayudarle.
Tengo que decir que la fortuna de nuestra casa a lo largo de los últimos decenios se fundamentaba en el entusiasmo de la cristiandad por los viejos libros orientales -en especial griegos, coptos, hebraicos y sirios- que se diría que encierran las más antiguas verdades de la fe y que las cortes reales, sobre todo las de Francia e Inglaterra, intentaban adquirir para apoyar su punto de vista en las querellas entre los católicos y los partidarios de la Reforma. Mi familia escrutó durante casi un
siglo los monasterios de Oriente en busca de esos manuscritos, que se encuentran hoy por centenares en la Bibliothéque Royale de París o en la Bodleian Library de Oxford, por citar sólo las más importantes.
-No tengo muchos libros que traten específicamente del Apocalipsis, y menos del pasaje que se refiere al número de la Bestia. De todas formas, aquí tiene esto...
Le entregué unas cuantas obras, diez o doce, en varias lenguas, le detallé sus contenidos, enumerándole a veces las cabeceras de los capítulos. No me disgusta este aspecto de mi oficio. Creo que tengo el tono y la manera adecuados. Pero mi visitante no mostraba el interés que yo creía suscitarle. Cada vez que le mencionaba un libro, manifestaba su decepción y su impaciencia mediante pequeños gestos con los dedos o con miradas fugaces.
Por fin comprendí.
-A vuestra merced le han hablado de un libro concreto, ¿no es así?
Pronunció un nombre. Se enredó en las sonoridades árabes, pero no tuve dificultad en comprender. Abú-Maher al-Mazandarani. La verdad es que desde hacía rato me lo estaba esperando.
Los que sienten pasión por los libros antiguos conocen el de Mazandarani. Por su fama, pues poca gente lo ha tenido entre sus manos. Y yo no sé, por otra parte, si existe realmente, o si ha existido alguna vez.
Voy a explicarme, porque de un momento a otro va a parecer que escribo de cosas contradictorias: cuando uno se zambulle en las obras de ciertos autores célebres y reconocidos, a menudo mencionan este libro; y dicen que un amigo o un maestro lo tenía en tiempos en su biblioteca... Pero, por otra parte, nunca he podido descubrir, en una pluma respetable, una confirmación sin ambigüedades de la presencia de ese libro. Nadie que diga claramente «lo tengo», «lo he hojeado», «lo he leído», nadie que cite un pasaje. Al contrario, los comerciantes más serios, así como la mayor parte de los expertos, están convencidos de que esta obra no ha existido nunca y que los raros ejemplares que aparecen de vez en cuando son obra de falsificadores y mistificadores.
Este libro legendario se titula "El desvelamiento del nombre oculto", pero se le llama comúnmente "El centésimo nombre". Cuando me refiera al nombre de que se trata, se comprenderá por qué ha sido siempre tan codiciado.
Nadie ignora que en el Corán aparecen mencionados noventa y nueve nombres de Dios, aunque algunos prefieren llamarlos «epítetos». El Misericordioso, el Vengador, el Sutil, el Aparente, el Omnisciente, el Arbitro, el Heredero... Y esta cifra, confirmada por la tradición, ha introducido siempre en las almas curiosas un interrogante que parece natural: ¿No habría acaso, para completar ese número, un centésimo nombre oculto? Unas citas del Profeta, que algunos doctores de la ley ponen en cuestión pero que otros consideran auténticas, afirman que existe sin duda un nombre supremo que bastaría con pronunciar para evitar cualquier peligro, para obtener del Cielo cualquier favor. Noé lo conocía, según dicen, y fue por eso por lo que pudo salvarse con los suyos durante el Diluvio.
Nos podemos imaginar sin dificultad el atractivo extraordinario de una obra que pretende entregar un secreto así en este tiempo en que los hombres temen un nuevo Diluvio. He visto desfilar por mi establecimiento todo tipo de personajes: un carmelita descalzo, un alquimista de Tabriz, un general otomano, un cabalista de Tiberíades, todos ellos en busca de ese libro. Siempre consideré deber mío explicarle a esa gente por qué, en mi opinión, aquello no era más que un espejismo.
Normalmente, cuando mis visitantes terminan de escuchar mi argumentación, se resignan. Unos decepcionados. Otros tranquilizados; si no pueden tener el libro, prefieren creer que ninguna otra persona en el mundo lo tendrá...


Fuente:
El libro de bolsillo Literatura Alianza Editorial.
TÍTULO ORIGINAL: Le périple de Badsassare TRADUCTOR: Santiago Martín Bermúdez.
Primera edición en «Alianza Literaria»: 2000.  Tercera reimpresión: 2001 (marzo).
Primera edición en «Área de conocimiento: Literatura»: 2001.
Diseño: Ángel Uriarte.
Ilustración: Claude Joseph Vernet.
Vista interior del puerto de Marsella, (detalle).
Museo de la Marina. París.
Fotografía: © G. Dagli Orti. París.
© Editions Grasset & Fasquelle, 2000.
© de la traducción: Santiago Martín Bermúdez, 2000.
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2000,2001.
Escaneado y corregido por Alexios en Abril 2004.
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15;
28027 Madrid; teléfono 91393 88 88.
ISBN: 84-206-7215-7.
Depósito legal: M.-43.785-2001.
Impreso en: Coimoff, S. A.
Printed in Spain.
A Andrée.

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